“Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón” (Jeremías 29: 12-13) Buscar a Dios, conocerlo, disfrutarlo como Padre, escuchar su voz, estar dispuestos a obedecerle, constituye la más alta garantía de que Él estará con nosotros, que nunca nos dejará, que saldrá por nosotros cada día. Esto fue lo que el rey David esperaba que aprendiera su hijo, quien le sucedería en el trono, dejándole con esta enseñanza la más grande herencia que podía entregarle antes de partir. Le sería más preciosa que el oro y más útil que las buenas relaciones y la fama, y además, asegurarían su reinado en el trono de Jerusalén: “Y tú, Salomón, hijo mío, reconoce al Dios de tu padre, y sírvele con corazón perfecto y con ánimo voluntario; porque Jehová escudriña los corazones de todos, y entiende todo intento de los pensamientos. Si tú le buscares, lo hallarás; más si lo dejares, él te desechará para siempre.” (1